20 marzo 2012

Los ojos eternos.


Roma, 16 de enero de1864. 
Una fecha maldita en la que mis recuerdos más oscuros reviven. Todo ocurrió ese día. 
Un paseo por el Coliseo fue el comienzo de aquel largo e interminable camino que me conduciría a un final tan trágico. Recuerdo estar contemplando a toda esa gente paseando. 
Yo, a mis quince años de edad, salía todas las mañanas a contemplar el paisaje de aquel gigantesco monumento romano. Un día, algo me desvió de mi habitual recorrido por la ciudad. Un chico, especialmente guapo y de aproximadamente veinticinco años me invito a dar una vuelta y yo accedí. 
Pasaron las horas y cada vez más amigos de aquel extraño chico nos seguían. Empezaron a insultarme. Todos menos él. Ya era de noche cuando le dije que esperara en una esquina para que me dejase llamar a mi madre. Los pitidos del teléfono se hacían interminables. No contestaba. 
Me giré para decirle que esperase un minuto más y, para mi sorpresa, había desaparecido. Estaba aterrorizada. De mis ojos salían unas lágrimas que se deslizaban por mis pálidas mejillas hasta llegar a mis morados y fríos labios. No había nadie. Mi mano se caía, dejando el teléfono de la cabina descolgado mientras se oían una y otra vez los terribles timbres que acababan en un contestador.
Todo estaba oscuro. Solo se podían divisar unas sombras a lo lejos. Pero mi valentía no llegaba a tanto como para dirigirme a ellas. Caminé de espaldas, sin rumbo. Un charco de barro hizo que resbalara y cayera justo dentro de él. La sangre se me heló. Intenté levantarme sin caerme de nuevo, pero mis temblores de pánico eran tan grandes que mis piernas se resistieron. Al final, lo conseguí. Corrí. Llegué a un parque donde la luz de una farola parpadeaba. 
“No puedo más”, pensé. Pero eso no arreglaba nada. Impuse mi mano sobre aquella farola y supliqué para que el único brote de luz no se apagase y me dejase en las tinieblas. Los columpios se empezaron a mover y un chirrido insoportable recorrió mi cuerpo. Su vaivén sin fin me puso los pelos de punta. 
Los balancines dirigían la mirada a una casa. Miré hacia ella. Unos ojos amarillos se veían en la penumbra. Un grito de una mujer asesinada. Unos pasos hacia mí. Unas manos venosas tocando mi cuerpo y...
Todo acabó. Mi corazón se iba parando lentamente. Fue justo después de oír el sonido de un gatillo. Un cuerpo extraño atravesó mi pecho. Caí al gélido suelo. Un grito a lo lejos fue lo último que pude oír. Era la voz de mi madre diciendo, ahogada en sollozos:

 –¡Mi niña! 
Y las últimas palabras que mis labios pronunciaron a aquella mujer tan querida como era ella.

–Te quiero –susurré.
Pero yo sigo aquí, en ese parque donde dicen que todos los 16 de enero, una madre grita por su hija y unos ojos te miran desde la ventana de aquella casa encantada. Ahí estoy yo. Mi alma sigue aquí. El alma de Sara, Sara Wattson. 
Por siempre estaré recordando aquellas dos palabras ,“Mi niña”. Eso es todo lo que me queda. Adiós mamá. 

Texto: Andrea Fuentes.

3 comentarios:

  1. Texto tremendo, cargado de literatura, me ha sorprendido mucho Andrea.

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  2. ¡Pero qué buen relato, Andrea! Intriga, suspense, terror, todo muy bien administrado. Una historia de fantasmas contada desde el punto de vista del fantasma.
    Estupendo, Andrea. Sigue sacando partido a tu enorme potencial.

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  3. Enhorabuena Andrea. Has conseguido traernos un texto muy bien tejido, lleno de capas, donde me has enganchado desde el principio. Enhorabuena. No dejes de escribir, por favor. Te invitamos a que nos envíes tus textos, seguro que verás publicado alguno más.

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