Era un día como otro. Estábamos en el colegio.
−¡Hola Ana!,
¿qué tal estas? –me preguntó.
Le miré y, con
una cara que mostraba melancolía y dolor, me fui. Se quedó observando como me
marchaba por la entrada principal. Me siguió, lo vi de reojo, giré velozmente en una estrecha calle, Javi seguía pisando cada paso que daba. Al cabo de un
tiempo le grité:
−¿Qué
quieres?, ¿por qué me sigues? ¡Déjame en paz!
Estaba asustada, intranquila, empecé a sudar.
Noto que se me está cambiando el color, que me estoy poniendo
pálida. Noto que me estoy mareando.
−¿Qué te
pasa? –exclamó−, ¿qué te he hecho? –cortó todos mis pensamientos.
−¡Nada, te
he dicho que me dejes!
No digas nada, no ha pasado nada, no lo has hecho.
Corriendo,
me fui, el aire me quemaba los pulmones, giré para asegurarme que no me había
alcanzado y que lo había perdido. Suspiré aliviada.
Llegué a
casa, cerré la puerta de tal manera que rompí el pomo de la puerta.
−Lo siento
papá, lo arreglaré –le dije con un soplido de voz.
Sin darme
cuenta comenzaron a salir lágrimas de mis ojos. Subí lo más rápido que pude a
mi habitación para que mi padre no me preguntase por el terrible error que
cometí.
Yo no quería hacerlo, tenía que defenderlo.
Esa noche
no pude dormir. Al despertarme cogí de la mochila el maldito objeto que había
causado mi desgracia. Mirándolo fijamente, dudaba de lo que iba a hacer con él.
Tenía miedo, lo solté, no quería saber nada sobre aquel puntiagudo y afilado
recuerdo, lo tiré con fuerza contra el suelo esperando que mis actos se
desprendiesen de mi y chocaran con el suelo con tanta potencia que se rompiesen y desapareciesen. El terrible hecho de tener que recordar que le había
puesto un cuchillo a ese niño, pero tenía que protegerle, es mi pequeño, no le
podía pasar nada.
−Ana,
¿vienes al partido de tu hermano? –preguntó mi padre.
−No, estoy
cansada me quedaré aquí.
Al oír las
palabras de mi padre: “tu hermano”, no pude evitar llorar. Me tiré a la cama,
cerré los ojos, la imagen de lo que pudo haberle pasado hacía que mi
respiración se hiciera más intensa, cada vez me costaba mucho más llenar mis
pulmones de aire.
Sin mi, él no estaría jugando.
Era
demasiado joven para que le maltratasen de esa forma, me entró un cosquilleo de
pies a cabeza.
No podía
impedir imaginarme la vida sin él. Me calmé sabiendo que aún seguía conmigo.
Texto: Ana Pozo Vinuesa.
Muy buen texto Ana. Con gran intensidad nos conduces hasta un final, donde no puede haber más amor que expresar. Ese "puntiagudo y afilado recuerdo" es una genialidad de buena escritora. No dejes de escribir. Enhorabuena.
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
EliminarYa te comentamos en clase que esta frase:"no quería saber nada sobre aquel puntiagudo y afilado recuerdo, lo tiré con fuerza contra el suelo esperando que mis actos se desprendiesen de mi y chocaran con tanta potencia que se rompiesen y desapareciesen", me parece que nos confirma que sirves para escribir, esto es una frase literaria y magnífica que identifica a un escritor del que no lo es. Muy bien.
ResponderEliminarEste es un relato maduro, que muestra como has ido creciendo como escritora, Ana.
ResponderEliminarSigue madurando en creatividad y estilo.
Enhorabuena