Esta semana incluímos a nuestro capítulo de Voces tres nuevas propuestas muy interesantes. Se tratan de los cuentacuentos Mónica Martínez Paz, Beatriz Moreno y Rodolfo Castro. Como siempre acompañamos, la breve descripción de sus curriculums, con algunos vídeos donde escuchar sus narraciones. Podrán disfrutar cómo los textos cobran vida a través de sus voces.
Mónica Martínez Paz
Beatríz Moreno
Les invitamos a tomar asiento, poner los altavoces y escucharlos. Les aseguro que sus historias son una delicia.
Los rayos de sol
juguetones chocaban en el agua de la fuente. Sus destellos atraían a los niños
que se empapaban en sus dorados reflejos.
Con risas y fiestas inauguraban un paseo
divertido por la plaza. Un paseo entre palomas revoloteando y adoquines que
servían de parapeto a vendedores de globos de colores, golosinas y refrescos.
El murmullo llegaba rebotado, advertía de la
cantidad de transeúntes que deambulaban por allí. Despertaba una esperanza
caritativa a su pobreza.
Era un viejo sucio, roído por el tiempo,
castigado con una oscuridad analfabeta. Custodiado por una lata, colector
tintineante de las pocas monedas que arrojaban aquellos que querían acallar su
conciencia.
Leían de reojo el escueto letrero sembrado de
faltas de ortografía, única decoración de un trozo de cartón arrugado y
desteñido colocado a modo de banderín de reclamo.
—Ten
conpasión, estoi siego. —Decía.
No lograba atraer a nadie, por el contrario, la
frase alteraba semblantes y desviaba direcciones.
El ciego indigente podía oír el desagrado de
las madres, la ignorancia del rico, el desprecio del intolerante. Podía palpar
la desgana de la incomprensión, la falta de delicadeza del vanidoso, la
inseguridad del desconfiado. Incluso olía la sonrisa de la ofensa y degustaba
la humillación del obsceno.
Hastiado, pasaban las horas. Dormitando
esperaba algún tintineo de alivio. El día solo regalaba ruidos de vidas ajenas
que ignoraban su presencia.
Unos pasos cada vez más altos. El sonido era
tan diferente que tensionó al
viejo vagabundo. Parecía increíble que alguien quisiera acercarse.
Sonaban a zapatos nuevos, a generosidad
peinada, a niño educado con sonrisa cómplice. Olían a perfume trajeado, a
maletín de humildad. Traían calor humano y cordiales manos acogedoras.
El sonido se intensificó tanto que casi lo
podía tocar. Intentaba captar hacia donde se dirigían esos pies. Alargó la mano
y comprobó que estaban parados delante de su mugriento rincón.
En un impulso por conocer, empezó a acariciar
los zapatos de príncipe de cuentos, pies camuflados de esperanza, rogando con
sus caricias un minuto de atención.
El hombre rozó la cara del vagabundo, se agachó
despacio para no asustar, cogió el letrero, lo giró y, con su pluma de niño
rico, empezó a escribir unas letras mudas, palabras que el viejo intentaba
adivinar sólo por el sonido de los trazos. Volvió a colocarlo en su lugar, sin
más explicación, regalándole unas palmadas en el hombro, un gesto amable de
despedida para alguien que no recibía nunca recompensas altruistas.
Mientras los pasos se alejaban, un tintineo lo
devolvió a su realidad, le siguió otro y luego otro. Nunca antes esa lata
abollada había tamborileado tanto. La gente paraba, leía y echaba moneda tras
moneda. Los pocos céntimos que antes se colaban con desgana en un hueco
oxidado, se convertían en monedas chocando unas con otras, amortiguadas por
algún que otro billete encajado cuidadosamente.
El viejo giraba su cabeza de un lado a otro
incrédulo. ¿Qué había hecho ese hombre para que su suerte cambiara? ¿Qué clase
de milagro obró para que el resto del mundo se fijara en su necesidad?
Terminó la jornada y el viejo recogía absorto
el dinero. Demasiada recompensa para un solo día. Reía como loco.
Reconoció de nuevo sus pisadas, el roce de
aquellas manos amables le sacaron de su delirio. Dirigió su negra mirada hacia
el rostro sin forma y preguntó con un ruego:
—¿Qué has hecho para que todo se haya vuelto
luz en esta oscuridad, buen hombre? ¿Qué has escrito en el letrero?
—Nada nuevo —le dijo el desconocido—. Lo mismo
que tenía pero con otras palabras.
El viejo, con lágrimas en sus oscuros ojos, intentaba
agradecer lo recibido. Apretándole las manos quería pagar lo impagable.
Pensando en la fuerza que pueden llegar a tener
las palabras, el joven se alejaba con sonrisa delatadora y paso satisfecho.
Una simple frase cambió el rumbo de la
indiferencia.
Él es un tanto especial, diferente, pero eso es lo que le hace único, ¿no sabéis quien es?, ¡es el mejor jugador de fútbol del mundo! ¿cómo? ¿qué no conocéis la historia de Emilio? Pues… tendremos que empezar por el principio.
Hace ya medio siglo, en un pueblo del sur de la isla de Tenerife, un grupo de amigos pasaban verano tras verano entrenando juntos. El pueblo era pequeño y aún no había campo de fútbol pero la pasión por el deporte de todos era tan grande que les bastaba con un balón y cuatro piedras para señalar la portería.
Recuerdo aquella foto en blanco y negro con los bordes desgastados por el paso del tiempo, con el mar de fondo y el faro a lo lejos igual que ahora, con sus rayas rojas y blancas. Apoyado sobre el muro de piedra blanca estaba él, lleno de ilusiones mostradas en su mirada, lo que él no sabía en ese momento es que todos esos sueños se cumplirían.
Emilio, en el grupo, no era de los que mas deslumbraba pero sin embargo, aunque el resto no se diera cuenta, gracias a él todo el equipo seguía manteniendo la esperanza porque no sólo su entusiasmo y su indudable potencial, sino la sonrisa que siempre tenia en la cara, transmitía al resto ganas de esforzarse al máximo y de seguir adelante para llegar a su objetivo.
Sin embargo, con el paso de los veranos los niños que eran se convirtieron en hombres y cada vez se veían menos porque empezaban a encontrar el interés en cosas diferentes, seguían quedando de vez en cuando para jugar un partido pero ya no entrenaban como hacían en los viejos tiempos.
Por otro lado, nuestro protagonista Emilio seguía teniendo la motivación del primer día y seguía queriendo llegar a lo más alto con el fútbol, así que año tras año siguió entrenado en el Porís y poco a poco empezó a explotar y pulir el talento que tenía.
No puedo explicar lo que ví aquella noche, la noche en que Numerolandia estuvo a punto de desaparecer.
Un día, en Numerolandia estaba paseando una joven muy guapa, con el pelo corto en forma de nueve, una camiseta con el número nueve, un pantalón con el número nueve y unos zapatos del nueve. La joven, llamada Elena, paseaba tan tranquila por el bosque “ Nueve Maravillas”, y de repente…. ¡Se encontró con nada!, ¡no había nada!, ni un agujero negro, ni nada de nada. Entonces se dio cuenta que tenía que avisar a la Reina Novena lo antes posible.
Caminó, caminó y caminó por praderas, montañas y bosques, hasta encontrar el palacio de la Reina Novena. Allí no había nada, nada de nada, absolutamente nada.
Después de un rato meditando, se puso en camino. Tenía que avisar lo antes posible a la Princesa Novena. Caminó, caminó y caminó, hasta que divisó el palacio, en donde yo (que soy la princesa) me encontraba esperando importantes noticias, ya que Numerolandia estaba desapareciendo.
Elena dijo:
-¡Su palacio, alteza, es lo último que queda por desaparecer!
La princesa le respondió:
-Elena, en tus manos está evitarlo, lo único que tendrás que hacer, es … “odiar el nueve”, eso vencerá a la maldad.
Elena así lo hizo, y de esta forma tan poco corriente, Numerolandia se salvó para siempre.
Cuando escribimos hay doscientas manos que
agarran la cabeza. Unas frenan tu vocabulario, instrumento clave para convertir
la imaginación en historia. Otras te aprietan tanto que consiguen licuarla, sin
más pretensión que dejar una resaca dolorosa como premio al esfuerzo. También
están las que te empujan de unas ideas a otras y te desequilibran, desviándote
del rumbo, haciéndote caer en un remolino de atajos, caminos equivocados que
dificultan una ruta nada fácil. Las últimas manos se creen las dueñas, manejan
los hilos de la duda, cuestionándonos el resultado y evitando que los textos
vean la luz.
Por eso proponemos soltar lastre, despegarnos
de los tentáculos del pensamiento, dar libertad a los deseos, imaginarnos
dueños del mundo, de la fantasía y de la creación.
Hoy iniciamos ruta, la del aventurero intrépido,
liberador de historias, protagonizando sueños, descubriendo mundos insólitos,
descifrando enigmas, maquinando inventos, silbando melodías, contagiándonos de
letras y voces.
Te invitamos a visitar nuestro taller, a
compartir nuestro espacio y aficiones, a participar de nuestros cuentos, a
construir los vuestros, como tripulantes de este barco que empieza a tomar
vida.
El
lunes 16 de Enero soltamos amarras. Partimos con un grupo de jóvenes
aventureros de 12 a 16 años que quieren mostrarnos sus creaciones, que quieren
compartir sus cuentos con nosotros. Textos que iremos publicando aquí, en tu
blog.