—¿Lo escuchas? —Me dijo
mientras daba una calada a su pipa de cuerno de dragón.
—No, ¿qué se supone que tengo que escuchar? —le respondí
mientras agudizaba mi oído lo mas que podía. A la vez, me fijaba en el curioso
señor al que yo llamaba Maestro; el cabello largo y entrecano estaba recogido
hacia atrás, lo que dejaba a la vista su sien rígida y tersa.
—Tranquilo, te darás cuenta más adelante. —Su voz suave y
pasiva entraba en mi cabeza como una mano que me tranquilizaba en aquel raído
sillón de su salón oscuro.
—¡Zafir! ¡Despierta, chico! Ve al edificio principal y
limpia el establo de Caminster —le
ordenó su jefe desde la escalera—. «Paciencia». —Pensó Zafir. Todavía era pronto para aquello y aunque ya
habían pasado cinco años de su muerte, sus recuerdos y palabras seguían en su
cabeza—. «Aprende y no olvides»— le gritó al final de una de sus visitas al
salir por la puerta.
Antaghae era un lugar
especial donde se cosechaba manzananjas,
pefras y muchas frutas desconocidas
que no se podían cultivar en ningún sitio más. También las cosas eran de
colores extraños como el neros y el plaor y otros colores no conocidos.
Además, la gente no era mala, se ayudaban y colaboraban con campañas para que
otras personas tuvieran futuro.
En Antaghae por las mañanas sus habitantes no cabían por
las calles, iban a trabajar, a comprar e incluso los pequeñajos salían al
colegio temprano para ir con sus amigos, todos estaban muy unidos.
No existía la electricidad, los cabecillas habían inventado
la forma de que no se sufriera percances por la corriente y los generadores
eléctricos.
Antaghae estaba muy protegido, había mucha brujería,
brujería buena y mala.
En realidad, los antiguos pobladores de Antaghae
sabían de la existencia del color del mal, lo asociaban con el fuego y con la
sangre, así que intentaron evitarlo, hasta tal punto que privaron a sus
descendientes de su conocimiento.
Mis
dos discípulos, Zafir y Lexar, no conocen el color prohibido, al que nombré
“rojo”, pero llegará un día en que lo verán.
Tan solo les deseo lo mejor, tanto a Zafir como al
joven que me matará en un futuro y después de un largo conflicto se
reconciliarán y volverán a ser como cuando eran pequeños.
Sigo
intentando conseguir un antídoto que pueda dar a las personas una sangre normal,
roja, ya que la que poseen en sus cuerpos propaga muchas enfermedades cuando se
derrama. Quiero exterminar la sangre translúcida y erradicar estas epidemias,
pero me frustra el no conseguir nada. Seguiré trabajando hasta que no me quede
una pizca de aliento.
(Extraído
del diario de Rubeus)
Era la mañana más apacible que había visto en mi
vida, pero los motivos que me impulsaban a ir a casa de Rubeus no eran nada
buenos. Sabía perfectamente lo que iba a hacer.
Entré
en su hogar, lugar en el que había estudiado, aprendido y compartido muy buenos
momentos con el maestro. En mi mente pasaban a modo de flashbacks todos esos
momentos que había pasado con mi
hermano y él, ese hombre que había
perdido tanto el tiempo en enseñarnos a Zafir y a mí sus experiencias y
filosofía de vida.
Saqué
de mi bolsa el puñal con el que mataría a Rubeus. Estaba fumando su pipa y su
voz profunda pronunció:
—¿Ya
has llegado? ¿Ese es el puñal con el que piensas acabar conmigo? —dijo, seguro
y sin miedo.
—Sí —susurré—. Jamás imaginé encontrarme en
esta situación, pero quiero acabar con esto.
—Solo
diré que hagas lo que debas hacer —acabó.
Me
acerqué a él, lo acosté en el suelo sin problema y le clavé mi puñal de zafiro
y, de golpe, la puerta de la casa se abrió de par en par y una fuerte ráfaga de
viento entró y nos invadió.
Una
primera lágrima asomó a mis ojos, sabiendo que ese viento significaba que
Rubeus estaba agonizando, y cayó sobre sus secos labios, que se evaporaron.
Había comenzado, se convertía en polvo, como todos los magos en la hora de su
muerte.
El
viento levantó las cenizas de Rubeus y me cayeron en la cara. Durante un par de
segundos no tuve visión pero, como si de magia se tratara, todo paró de golpe.
Las puertas se cerraron y el viento cesó. Un cristal de la ventana estallada me
reveló unos ojos horrorosos, de un color naranja casi negro, algo nunca visto.
Un
GRACIAS sonó por toda la estancia y comprendí que debía huír.
Cogí
la capucha de piedras preciosas, me la puse y corrí, corrí lo más que pude. Me
sentía culpable.
Miró a su alrededor y sintió
que le invadía la propia muerte, no podía olvidar la tragedia de Rubeus, su
maestro.
Sin embargo, todo era normal, Caminster estaba como siempre
y decidió darle una vuelta después de terminar sus tareas domésticas.
Necesitaba un pequeño escape, olvidarse de todo y cabalgar
en el bosque, entre la naturaleza.
Lo que no sabía era que se encontraría con una persona que
en un futuro sería muy especial para él.
—¿Qué haces tú aquí? —dijo Zafir muy confuso.
—La misma pregunta te podría hacer yo a ti —respondió de
listillo Lexar—, aunque, siéndote sincero, tus motivos poco me importan.
—Veo que sigues llevando esa capucha —advirtió Zafir—. No
mereces llevarla —concluyó, mientras sus dedos amenazaban con palparla.
—¡Ni tú tocarla! —gritó, dando un fuerte giro para evitar
el contacto—. Es mía y lo sabes. —Al girar, se iluminó su mirada roja.
—Nunca soportaré ver tus ojos —afirmó con indignación—,
parece que se ríen de mí. Y, yo que tú, me guardaría de que nadie los viera.
—Deja de meterte en mi vida. Yo hago lo que quiero —dijo,
soberbio—. Adiós, Zafir. Un gusto verte —pronunció, vocalizando y directo.
—Siempre huyes de todo —gritó Zafir con rencor hacia su
hermano, mientras se alejaba.
Zafir salió de la posada, se
acercó a Caminster, lo desató con
destreza y montó. Tomó el camino principal y puso su montura al trote. Cabalgó
durante todo el día y gran parte de la noche, hasta que un pequeño grupo de
rocas extrañamente colocadas le llamó la atención. Aminoró la velocidad y
dirigió a Caminster hacia el árbol más cercano, lo ató y observo el lugar; un pequeño claro con algún que otro noblum de hojas caducas y hierba de un
color verde intenso, pero no un verde chillón, sino uno agradable a la vista.
Por último, unas rocas de gran tamaño formaban una especie de puerta, una
puerta que podría llevar a algún sitio o no.
Dio una vuelta por los alrededores y le sorprendió
encontrar un pequeño y claro arroyo de aguas cristalinas que discurría entre
una arboleda inmensa. Se acercó, se mojó la cara y las manos y con cierta
desconfianza se llevó un poco a los labios. Sabía a tierra, pero era potable.
Con grandes hojas de una Aliciatris
improvisó un pequeño cuenco para llevarle un poco de agua al caballo. Lo llenó
y lo dejó junto al arroyo. Entre tanto, escuchó un sonido en la maleza, un
conejo quizás o algo más pequeño, pero significaba cena. Cogió una piedra y se
aproximó sigiloso a la fuente del sonido. Localizó al animal y con la mano en
alto y la piedra en ella, el crujido de una rama al partirse, le hizo dar la
vuelta y verse de frente contra un palo. Un golpe y todo negro. Zafir sintió
como su espalda se estrellaba contra el suelo y como, una vez más, sentía esa
soledad inmensa en su interior.
Un olisqueo y una nariz húmeda hicieron que Zafir abriera
los ojos. Lenta, precavidamente y no sin cierto temor, incorporó el torso e
intentó ponerse en pie. Notó un fuerte dolor en la cabeza, por la zona de la
frente. Se pasó la mano por la cara y una sustancia reseca le llamó la
atención. Rascó un poquito y tras observar aquella sustancia translúcida que
brillaba bajo el sol, se dio cuenta de que era su sangre. Se acercó al arroyo y
vio en su reflejo cómo un chorro le recorría el rostro. Se palpó la frente con
precaución y localizó la fuente del dolor: una herida en la zona izquierda.
Encontró su cuenco de hojas y lo llenó de agua, se lavó la cara y volvió a
llenar el recipiente.
De camino al claro, vio un garrote de tamaño descomunal,
muy cerca de donde esa mañana despertó. Esto le hizo sospechar, pero no estaba
para complicaciones aquel día.
Volvió hasta donde se encontraba su caballo, le dio de
beber y entonces lo vio de frente.
El viento gélido soplaba en sus rostros.
Ese era el momento que los dos habían estado esperando,
cara a cara, casi sintiéndose el aliento. Los dos esperaban a que el otro
atacase, pero por la ira el primero fue Zafir. Embistió contra él con su espada
pero Lexar consiguió esquivarlo. Al moverse se vio el resplandor de ese ojo
rojizo que tenía. Lexar no dudó en sacar todo su poder con un hechizo mágico
que dejó desorientado y herido a Zafir.
—Tanta venganza, tanto luchar para esto… La verdad es que
me he divertido pero ya ha llegado a su fin— dijo mientras levantaba su mano en
señal de sentencia.
En ese momento, algo pasó y Lexar se quedó paralizado y
temblando. No sabía lo que era pero al final se percató de ello:
¡Los voluminosos ojos de Lexar estaban perdiendo su
tonalidad rojiza! No se lo podía creer, cuando no quedaba color en sus ojos una
gran humareda de polvo escarlata salió por su boca y, poco a poco, fue cogiendo
la forma del maestro. En ese instante no sabía que pensar.
De la mano de la sombra del maestro, salió una bola extraña
como de aire o de vapor de agua. Sin pensárselo la tiró a Lexar quien vio su
muerte horrorizado por lo que iba a pasar y frustrado por no poder moverse.
Al cabo de segundos, el maestro se dio la vuelta y miró
fijamente a los hermanos, que lo observaron, perplejos, incapaces de moverse.
Se acercó con ternura, intentaba vocalizar algún sonido.
─Cuánto tiempo, Zafir ─ dijo, mientras se quedaba perplejo.
─¿Cómo?─ Fue lo único que se le ocurrió.
─Cuando me asesinó hice un hechizo y mi alma se adentró en
el cuerpo de Lexar, sin perturbarlo mentalmente.
En ese momento el corazón de Zafir estalló de felicidad al
saber que su maestro seguía con vida.
Cuando le iba a preguntar por todo lo ocurrido esa sombra
rojiza se le fue colando por los dientes hasta que no quedó nada, pero Zafir
sabía que estaba con él, que le acompañaría en su interior.
Ya era tarde, tendría que apresurarse
antes de que dieran el primer toque para anunciar que todos se tenían que
retirar a sus habitaciones. Se metió en el edificio, pasó por el vestíbulo, y
por una ventana vio una sombra a lo lejos.
─¡Qué extraño! ─Pensó─. La última vez que me encontré con
él me dijo que nos veríamos justo aquí. Y un segundo después, una sombra negra
asomó su cabeza por la pequeña apertura de la puerta.
Al principio estuvo a punto de gritar, pero sin ser visto
ni oído, un dedo le tapó la boca.
─Shhhh ─le susurró al oído─. No querrás meterte en líos
¿verdad? ─ preguntó sarcásticamente.
La voz de Rubeus le tranquilizó por unos segundos,
recordando su infancia con el maestro, aunque luego se dio cuenta de que su
hermano le había hecho una trampa cambiando su voz.
─Sé quién eres, hermano, y esta vez no saldrás con vida ─le
amenazó Zafir.
─¡Uh, qué miedo tengo! Mira que ahora tiene el niño
carácter ─dijo con una mueca.
Una rabia, como nunca antes había sentido, se apoderó del
cuerpo de Zafir, su corazón latía a cien por hora y sentía que si no usaba la
adrenalina de alguna manera, le estallaría el cuerpo.
Cada uno de los hechizos más mortíferos se apoderó poco a
poco de su mente. Sin poderse contener dijo uno al azar:
─¡Ghizstoght!
Y unas lenguas de fuego se ataron a los brazos, cuello,
muñecas y pies de Lexar.
─¿Qué estás haciendo? ─gritó, abrazándose.
─¡Cállate! ─le dijo Zafir─. Mira lo que me has hecho
sufrir.
Una llamada mental le llevó al estadio donde estaban todos
los magos del pueblo. Lexar se liberó de las cintas.
─Magos y magas —dijo el señor feudal─. Demos comienzo al
final de uno de estos dos hermanos.
─ ¡Ghizstoght!
─murmuró Lexar.
Un gas tóxico se apoderó del aire y al respirarlo se iba a
morir, y antes de dar sus últimos pasos una espada atravesó a Lexar rompiéndole
unas costillas.
Todo se paró, el polvo rojo de Rubeus salió de la boca de
Zafir y rodeó a Lexar, que al instante quedó curado.
Como si fuera un ángel dijo:
─No habéis venido aquí para mataros, sino para que veáis
que yo nunca desaparecí y para que los dos unidos salvéis al mundo del color
prohibido.
FIN
Autores:
Víctor
Manuel Naval Hernández
Andrés
Urcola Pérez
Jose
Antonio Afonso Luis
Germán
Barrachina Martínez
Jose
Ángel García Pérez
Paloma
Martínez Gortázar